sábado, 31 de julio de 2010
Poemas Prójimos. Nota
Poemas Prójimos I
Poemas Prójimos II
Poemas Prójimos III
Poemas Prójimos IV
Poemas Prójimos V
Poemas Prójimos VI
Poemas Prójimos VII
Poemas prójimos VIII
Poemas Prójimos IX
Poemas Prójimos X
Poemas Prójimos XI
Poemas Prójimos XII
Poemas Prójimos XIII
Poemas Prójimos XIV
Poemas Prójimos XV
Poemas Prójimos XVI
Poemas Prójimos XVII
Poemas Prójimos XVIII
Poema Prójimos XIX
Poemas Prójimos XX
NO TODO ES MENTIRA EL NO DECIR LA VERDAD
“(Mrs. Headway) No tenía reparo en decir mentiras,
pero ahora que estaba empezando de nuevo no quería
decir más que las necesarias. Le hubiera encantado que
fuera posible no decir absolutamente ninguna.
No obstante, unas pocas eran indispensables, y no
es preciso que intentemos analizar con más
minuciosidad los ingeniosos reordenamiento de hechos
con que entretenía y engañaba a Sir Arthur.”
Henry James
El sitio de Londres
Oscar Wilde se quejaba de la decadencia de la mentira, y esa decadencia se expresaba según él en la creciente vaguedad de la palabra mentira, en su auge social, que llevaba a llamar mentira a las cosas más dispares y la retiraba del juego de la imaginación. En lugares clásicos de Platón y Aristóteles el poeta era el paradigma del mentiroso, en tanto que en estos días, los de Wilde y los nuestros, ese paradigma se ha desplazado hacia el político y el periodista. Con hipérbole rioplatense, un desengañado personaje de Discépolo decía que ‘todo es mentira’, pero con notable intuición conjuntista no incluía en ese todo a su propia afirmación, ya que pretendía estar diciendo la verdad. En lo que llevo dicho, hay por lo menos, tres niveles a considerar en tanto que mentira se opone a verdad, uno de ellos implícito, el semántico, y dos explícitos, el epistémico, y el pragmático. Mi intención es describirlos y apreciarlos, con el propósito de establecer una jerarquía en las relaciones entre ellos.
Semántica, epistémica y pragmática
Muy poco y por demás insuficiente es lo que se puede decir de la mentira desde el punto de vista semántico; bastará para mi propósito una formula simétrica a la llamada convención T, ya que aquí sólo podemos caracterizar a la mentira como la negación de la verdad, por tanto, la convención M reza: “‘p es mentira’ si y sólo si no p”. A todas luces el esquema no alcanza para caracterizar todo lo que habitualmente llamamos mentira y nada más que lo que habitualmente llamamos mentira, pues lo que queda precisado como ‘mentira’ coincide con una noción más amplia, la de falsedad, que abarca también errores, metáforas, ironías y otros usos oblicuos del lenguaje. Tengo para mí que tampoco es necesario que se cumpla M para que p sea mentira en sentido pragmático, pero sí se requiere la posibilidad de que M sea el caso.
Desde el punto de vista epistémico se agrega la actitud proposicional y se llama mentira decir lo que no se cree que sea el caso, con la salvedad de que no se tiene intención de engañar. ‘Se dice “p” si y sólo si se cree “no p”, esta sería la ley magna de una leal comunidad de mentirosos, que epistémicamente no engañaría a nadie. El resultado se haría lógicamente irrelevante con la sola aplicación del principio de dualidad a los dichos de los interlocutores, aunque aumentaría la vaguedad de algunas expresiones habituales; en efecto, en dicho medio citar a alguien, por ejemplo, a las 6 de la tarde del 6 de junio de 2006 en el punto 6, significaría afirmar una disyunción posiblemente infinita de lugares, fechas y horarios alternativos (en el supuesto de que la cita y los modos de fijar referencias espacio-temporales estuvieran exceptuados de la constitución); si por razones de funcionamiento, como inevitablemente ocurriría, se tuvieran que abreviar las expresiones, quien quisiera ser puntual y preciso, para no engañar a nadie, diría algo así como: “te espero cualquier día, en cualquier parte, a cualquier hora, menos el 6 de julio de
Desde el punto de vista pragmático la esencia de la mentira es el engaño, y como acto lingüístico no tiene lugar si no es exitosa: lo que se dice ha de ser creído por el interlocutor para que la intención no sea fallida. Quiero decir que la mentira, como toda emisión lingüística según Davidson, persigue en cada caso un fin no lingüístico, y su éxito se mide por la capacidad de alcanzar ese fin; la ley moral desaprueba, urbe et orbe, la mentira como procedimiento para alcanzar esos fines, pero la costumbre la legitima en no pocos casos. Ahora bien, cuando uno descubre que ha sido engañado experimenta un tipo singular de malestar, que puede llamarse decepción, desencanto o, simplemente, desengaño, que a su vez puede manifestarse en ira, resentimiento, depresión, etcétera, en suma, pasiones que degradan la convivencia, de ahí que desde temprano se haya intentado proscribir la mentira como práctica social; no se puede dejar de notar, sin embargo, que estas pasiones pueden ser provocadas por otras faltas a la verdad que no incluyen la intención de engañar y que, por lo tanto, no pueden calificarse pragmáticamente como mentiras: la equivocación, la metáfora, la ilusión. Esto es, la mentira no puede identificarse por la apelación a sus efectos, y como las intenciones (las ajenas y, si creemos al psicoanálisis, muchas de las propias) no son evidentes en los enunciados, se concluye que no hay reglas para mentir y, simétricamente, no hay reglas para desarmar la mentira, puesto que la mentira no es vencida sólo por la verdad, sino que a veces es derrotada por una mentira mejor. Desde este punto de vista, sobre el que pesa la sombra de Donald Davidson, lo único que se puede establecer son las condiciones de la mentira, que son, con paradoja y todo, las mismas condiciones semánticas y epistémicas que las de la sinceridad: (1) una oración puede ser verdadera o falsa, según describa o no lo que es el caso; (2) quien la profiere puede creer o no que describe lo que es el caso; (3)el hablante y el oyente comparten una multitud de creencias verdaderas acerca del mundo, pero el intríngulis pragmático está en (4) la intención con la que se profiere: busca engañar al interlocutor, y (5) tiene éxito. En lo que sigue voy a repasar algunos lugares, unos más comunes que otros, sobre la mentira para mostrar cómo operan estas condiciones.
“Son demasiado ignorantes para que yo los engañe”
En
“Se puede engañar a pocos durante mucho tiempo y a muchos durante poco tiempo, pero nunca a todos para siempre”
La cuestión para el mentiroso o los mentirosos en su más cruda práctica, cualquiera sea el fraude que promueven, suele ser relativa al tiempo durante el cual puede mantenerse el engaño, a la cantidad de personas susceptibles de ser engañadas y al número de personas que se tiene interés de engañar. La estrategia más simple consiste en aislar socialmente a los engañados, de modo que no tengan acceso a fuentes de datos independientes, y si no se puede impedir esa defensa, se propiciará el descrédito de las otras voces; engañar a uno es más fácil que engañar a dos etcétera, y una conspiración de mentirosos, por ejemplo: una banda de estafadores, tiene más probabilidades de éxito que un individuo solitario. Las analogías con la defensa de lo que se cree verdadero no son casuales, ya que la mentira es simulación o parodia de la verdad, de ahí aquello de que la verdad es una mentira socialmente aceptada, lo cual no es del todo cierto, ya que si bien hay falsedades o ficciones tomadas como verdades públicas, en muchos casos son sostenidas con sinceridad y sin ánimo de engañar; estas creencias falsas, si compartidas, han de ser tenidas en cuenta por el mentiroso, aunque no crea en ellas, tanto como las verdaderas para tener éxito en su gestión, de modo que el aislamiento social que propicia para sus víctimas incluye apartarlas de aquellos que no compartan sus creencias sobre el objeto de su mentira, en lo esencial que no tengan contacto con lo que él tiene por verdadero. Al respecto, hay una referencia atribuida a San Agustín, que no he podido rastrear, según la cual un predicador persuasivo que no creyera en la verdad de lo que predica, no debería dejar por ello de predicar, ya que el bien producido por la verdad de la prédica compensaría con creces el mal de su mentira (lo que sí he podido comprobar es el siguiente dicho del obispo de Hipona: “Si alguno, partidario de los epicúreos, y que piensa que el alma es mortal, reproduce los argumentos expuestos por los sabios a favor de su inmortalidad en presencia de un hombre capaz de penetrar lo espiritual, el oyente juzgará que el epicúreo dice la verdad; pero el epicúreo ignora si es verdad lo que dice, antes bien lo cree falso”[1]
“¡Miente y miente, que algo quedará!”
En la época de la comunicación de masas y de la propaganda en gran escala, la mentira pública, aquello que el poeta irlandés llamaba la era de la decadencia de la mentira, lo que ha decaído es el modo de proteger a la mentira de sus críticos, que se ha reducido drásticamente a dos argumentos: cubrir la mentira con otra mentira y repetir esas mentiras hasta el cansancio, descuidando su elaboración y hasta su consistencia, a tal punto que una mentira masiva elude a veces hasta el requisito de la verosimilitud, como se deja ver en ámbitos tan disímiles como los discursos políticos y los regímenes para adelgazar. En el sustrato del éxito, pese a su reiterada aplicación, de la fórmula ministerial se halla la voluntad que tiene el público de ser engañado, lo que suele llamarse la ‘necesidad de creer’, porque el estado de cosas enunciado por la mentira coincide con sus deseos o es conveniente para sus intereses, aunque esta convicción no siempre sea ‘sincera’, esto es sentimental o ideológica, sino que a veces constituya una complicidad con el mentiroso y tienda a sacar provecho deliberado del engaño, con el chantaje directo o con el recurso un tanto más sutil de engañar al engañador para hacerlo caer en la red de su propia mentira.
“en la boca mentirosa
es la verdad sospechosa”
Mentir consuetudinariamente no es recomendable para el éxito de la mentira, como lo sabemos desde que nos contaron la historia del pastor y el lobo, o dicho de otra manera: la fama de mentiroso exige –o exigiría, en un mundo más riguroso- mayores refinamientos y precauciones a la hora de mentir, uno de ellos: decir la verdad a sabiendas de que no va a ser creída. Por lo tanto la estrategia del mentiroso tiene dos aspectos, por lo común cumplidos: el primero, cuidar su prestigio, adobarlo con todos los aliños de la veracidad, no mentir innecesariamente ni sobre materias alejadas de su propósito; el segundo, alabar a otras personas reconocidas por su veracidad o su conocimiento, lo que se llama su confiabilidad, y censurar a otras como mendaces, en especial a aquellas que podrían interferir en sus propósitos.
“Voy a ser sincero”
El anuncio de sinceridad, por su significado, debería ser utilizado para preceder enunciados que se tienen por verdaderos, gesto retórico paradójico en ese caso, ya que implicaría el hábito de no ser sincero por parte del locutor, por lo que rara vez se lo usa sin más con ese fin; por el contrario, suele ser empleado para reforzar la credibilidad de una mentira o, lo que es más común, para omitir faltas a la verdad que no se dejan catalogar en el rubro de mentiras, dado que son requisitos de comportamientos sociales recomendados: el protocolo, la cortesía, la modestia, la discreción, etcétera; esto incluye todos los tratamientos formularios: “su eminencia reverendísima”, “miembro de la honorable cámara”, “distinguido profesor”, “de mi mayor consideración” y demás, que en algunas circunstancias son obligatorios, pero cuya coincidencia con las creencias del locutor es improbable. La ‘sinceridad’ de tal modo proclamada puede prestar, por tanto varios servicios a la vez, por ejemplo, proferir frases desagradables, con independencia de que sean o no el caso: `te voy a ser sincero, esa ropa te queda mal`, aunque no oculte la envidia de ver al amigo vestido con un traje de Armani.
El truco y cómo jugarlo
La buena educación aconseja, pues, en muchos casos, faltar a la verdad, con lo que la franqueza acostumbra ser el justificativo de la guarangada, pero las normas sociales nunca son tan francas como para recomendar la mentira; sin embargo, no faltan en la educación, tanto formal como informal, reglas y entrenamientos para no decir lo que se cree que es el caso. En el juego, entendido a la manera de Vigotsky; “el niño juega a ser otro”, comporta una simulación deliberada, con una doble ficción: un niño dice ser alguien, policía o ladrón, y el otro (o los otros) finge creerle, suspensión momentánea de la incredulidad que preludia el intríngulis de la experiencia literaria, y es importante que esta ficción, como la el amigo invisible, se distinga de la ‘realidad’, pues se trata, según Brunner, de una distinción crucial cuya falta es indicio de desarreglo psicológico o social y, agrego, peligroso para el sujeto y para segundos y terceros. Por otra parte, mitos que también se destinan a los niños, como los Reyes Magos o el Ratón Pérez, servirían de preparación para la decepción, desilusión, desengaño o desencanto que es consecuencia de descubrir que lo que uno creía no era el caso, esto es, para ir teniendo en cuenta que aún las personas más confiables pueden no decir la verdad y que no siempre se engaña o se finge engañar con intenciones malignas y que a estas fábulas no les conviene el nombre de mentiras, por más que cumplan con las condiciones semánticas, epistémicas y pragmáticas de la mentira. Pero hay juegos adultos, como el truco o el póker, que además del azar de las cartas incluyen una porción de estrategia y esta estrategia es la estrategia de la mentira; cierto es que todo juego entraña una suspensión de la verdad, de la ‘seriedad’, esa es la diferencia entre el ajedrez y la guerra, aunque en la estrategia bélica el engaño juega un papel tan importante como en el truco, y todavía mayor, ya que el jugador, para ganar o no ser derrotado, en algún momento puede ser obligado a mostrar sus cartas, lo que no ocurre por lo general en los enfrentamientos militares, donde las ‘armas secretas’, entre las que se cuentan los espías y la información, pueden ocultarse más allá del desenlace de una batalla, ya que si bien hay un término prefijado para una partida, no lo hay para la guerra, por más tratados que se firmen, ya que las convenciones no tienen el mismo vigor en uno y otro caso. La diferencia, marcada por el estereotipo, entre ‘decir lo que se piensa y pensar lo que se dice’ aporta un detalle tenido en cuenta por los interrogadores profesionales en la literatura policial: el mentiroso ‘piensa lo que dice’, sus respuestas no son espontáneas, muestra una necesidad ‘filosófica’ de no decir la verdad, de trabajar con hipótesis que no se cree que sean el caso, pero que no se pueden descartar de antemano a no ser por ingenuidad o, más de una vez por deshonestidad intelectual: considerar las alternativas es suponer lo que, en principio, se cree que no es el caso y estar dispuesto a aceptar las consecuencias. Pensar, en la medida en que es operar con signos (y no con ‘las cosas mismas’ o con sus sosías, lo que sería sinónimo de acción o de revelación) entraña fingir y esta ficción es central en la ciencia, el derecho, la política y el arte, por lo que la ‘no verdad’ no es sin más una mentira, aunque la falta de reglas para mentir, y recíprocamente, la falta de reglas para decir la verdad haga posible que erísticamente, con o sin buena fe, se pueda calificar de mentira la argumentación del adversario. Dicho de otra manera, el ideal moral de no mentir, sostenido de modo radical y sin discriminación, cuando implica decir sólo lo que se tiene socialmente por verdadero, lo que se llama ‘mentiras establecidas’ es un ideal conservador. Pero los efectos revolucionarios (el ‘éxito’) eventuales de una mentira o, de un mero error o equivocación, no alcanzan para transformarla en verdad, salvo bajo cierta interpretación. Si lo que va a ser creído es la interpretación del sueño, y no el sueño, lo adecuado parece la estrategia de Nabucodonosor: le pide al profeta que además de interpretar sus sueños imperiales, le diga también lo que ha soñado. Vale decir que Nabuco ya sabía lo de Nietzsche: sólo hay interpretaciones.
La mentira tiene patas cortas
Alguien podría decir que mi título es mentiroso y que ‘Las mil caras de la mentira’ describiría mejor la situación planteada, y hasta daría por probado el lugar común acerca del escaso alcance de la mentira: hasta aquí, no más; pero ese vislumbre también es engañoso: la braquipedia no impide que la mentira llegue lejos, tan lejos como se pueda imaginar, porque al igual que la exitosa Mrs. Headway, es hermosa y entretenida, tiene la lengua ágil y el aliento largo, y se sabe hacer desear.
Daniel Vera
Córdoba, 2007
jueves, 1 de abril de 2010
CORONA PARA LOS MARES Y MARÍA-Nota
CORONA-motto
CORONA-1
CORONA-2
CORONA-3
CORONA-4
CORONA-5
CORONA-6
CORONA-7
Y ausencia de maría entre los brazos
era el único ser, el evidente,
la prístina certeza del presente
futuro ya pretérito. Los trazos
del vacío ofrecían reemplazos
y motivos contrarios a la mente.
¿Por qué la nada y no más bien el ente
se entregaba conforme entre los lazos
de la verdad soñada? Por obscuro
cristal ahora veo la presencia
del enigma. Directa, sin impuro
medio, su desnudez en evidencia
se pondrá, cuando en alas de futuro
maría abrace formas de mi ausencia.
CORONA-8
CORONA-9
CORONA-10
CORONA-11
CORONA-12
CORONA-13
CORONA-14
CORONA
CORONA-Postfacio I
CORONA-Postfacio II
Chan Chan
Yo no pienso más que en ella a toda hora,
Es terrible esta pasión devoradora.
Enrique Cadícamo
Milonga existencial. El menos informado de los compadritos sabe que el tango tiene vocación por lo último: El último guapo, El último café, La última copa, La última grela, La última…resonancia que encontramos anacrónicamente en las más antiguas filosofías, que ya entonces anhelaban coincidir con el término de su amor y de sí mismas, y crónicamente en las últimas y penúltimas filosofías, hasta volver cierta la ironía sobre aquel que escribió El último Heidegger, a quien atribuían haber redactado un Heidegger de lo último; porque lo último tiene esas caras antagónicas del mayor prestigio y de la peor fama, ambigüedad axiológica que describe a la perfección el fenómeno del tango: “una canción de gesta se ha perdido en sórdidas noticias policiales”[1][2]. No fue Heidegger, sin embargo, sino otro alumno de Husserl, Hugo Dingler, más tarde dedicado a la filosofía de la matemática, separado de su cátedra en l934 por presunta simpatía con los judíos y restituido luego de su afiliación al partido Nazi en 1940, quien en los años veinte enunció la metafísica como ciencia de lo último (“metaphysik als Wissenschaft vom letzten”), bajo el primado de la filosofía y, supongo, en el sentido apologético de lo último. Heidegger, por su parte, no buscaba lo último sino lo primero, o mejor: lo que estaba antes de lo primero (ya dijo don Nimio de Anquín que lo del caballero teutónico no era ‘Physik’ ni ‘Meta-physik’ sino ‘Ur-physik’), lo cual lo volvía el más nostálgico de sus congéneres, comparable sólo con aquellos gnósticos que después de infinitos eones poblados por indefinidas generaciones de divinidades cada vez más degeneradas pretendían encontrarse con la prístina sabiduría del comienzo. Veinticinco abriles que no volverán. En nuestro mundo, más o menos borroso y contingente, cada final es un principio y viceversa, generalmente una zona gris donde no se percibe bien cual es el último de los primeros y cual es el primero de los últimos, pero un principio absoluto requiere también un fin absoluto (cosas más bien escasas en los mercados de la humanidad) y en este caso requiere ser el último, el último guapo que se tome la última copa del olvido del ser, y encare derechito, yo sé que ahora vendrán caras extrañas, hacia un tiempo incierto y obscuro donde será seguramente el más taura de los primeros.
Valsecitos hermenéuticos y positivistas (lógicos). De tanto darle vueltas al asunto, Herr Professor Heidegger advirtió (y declaró) que lo suyo no era existencial, y tampoco milonga ni tango, sino vals: der Walzer des Seyns, y que las tales vueltas eran virtuosos círculos hermenéuticos, lejos del vicioso Yira, yira, traducido en el imperativo categórico alemán Kreise! Kreise!, con sus insoportables resonancias de Wiener Kreis, que por vienés y por círculo reclamaba científicamente para sí no lo Sein sino el Sinn del Walzer. Aquello transcurría en los claros del bosque, con precisión metafórica en alguna Lichtung del Schwarzwald, a la que conducían bellos, sinuosos y obscuros senderos y donde las ortogonales cartesianas temían extraviarse. El vals puede producir vértigo y mareo, y trae dificultades, la más común: cuando el danzarín gira siempre a la izquierda o siempre a la derecha, se vuelve entre otras cosas demasiado monótono, pero aún en el caso de pericia ambidextra para el espectador no es difícil percibir que se baila con lo bailado, lo que en lengua hermenéutica viene a ser explicar con lo explicado, o decir con lo dicho, quizás con una marca de entonación o una travesura gráfica: la filo-sofía es la filo-sofía. De lo que algunos concluyen que el amor a la sabiduría es la sabiduría del amor, por lo que el vals se recomienda (o se recomendaba) como danza ritual de Himeneo, sea en su tradición vienesa o en su versión criolla justamente bautizada Desde el alma, que es desde donde debe ser para ser tan buena como lo fuera por amor. Las vueltas o los rollos de la vida no son tan inocuos (ayer yo era rico, su amor disfruté) sino que con decir lo dicho se marca lo que no se dijo, aunque se quiso decir o se pudo decir o se tuvo que decir o a lo mejor se dijo y no fue oído o fue oído pero no fue escuchado: ella juró que era buena y no la quise escuchar, fácilmente se explica que no pudo ser. En el vals, por cierto, hay evidente elusión de lo último. El último vals (1978) es una película de Scorcese sobre el concierto de despedida de una banda (The band) de rock, con lo cual no se acaban las vueltas porque el rock, como nadie lo ignora, es rock…and roll. El caso es que en estos valses la voz de la filosofía se atenúa, su voz que era mía, su pálida voz. Los hermeneutas parecen gustar más de la interpretación que de la pieza, allá ellos con sus circunvoluciones, pero a los del otro círculo, el de Viena, y a sus amigos positivistas urbe et orbe decididamente no les gustaba la letra de ningún valsecito filosófico y no congeniaban con ningún tango metafísico; tampoco parecía gustarles esa música; mejor dicho: creían que la letra era la música y en consecuencia la consideraban producto de músicos sin talento. Ellos cantaban el tango de la ciencia, casi un bolero: única tú, aquí en mi corazón, y anunciaban que no habrá ninguna igual, ninguna con su piel ni con su voz, anhelo que cumplirían con ayuda de un censor que no permitiría rumba ni mambo ni chacarera ni bossa nova ni rock and roll. La piel, por la parte empirista, correspondía a los enunciados protocolares, igual de fundamentales que fantásticos, pero sin bandoneón, y la voz por la parte lógica, que incluía la matemática, y no había más que decir y si alguien pretendiere decir algo más presentándose con rasgos señoriales, si se tratare de un señor, habrá que advertir al incauto oyente que esos sobretodos de catorce ojales y esos bigotitos de catorce líneas que más que un bigote son un espinel, son nada que nadea y traen consigo la perdición y lo llevarán a uno a la misma metafísica que lo parió; y si se tratare de una señora se dirá de ella que es sólo un fantasma del viejo pasado que no se puede resucitar, y si no diere para tanto se probará su vanidad dejando asentado que nunca tuvo novio. La sierva de la ciencia no toca ni baila, es más bien un embrollo lingüístico.
Al verla así rajé pa´no llorar. También nos cuentan que antes era distinto, que la filosofía era reina y el filósofo rey, y ambos eran, o al menos pretendían ser, magnánimos y generalísimos. En los últimos siglos pocos lo dijeron de manera clara y distinta, Ledesma Ramos fue una de las excepciones cuando llamó a la filosofía disciplina imperial; claro que en cuanto uno lo oyó calificar así, dio por supuesto que hablaba de otra época, te acordás hermano que tiempos aquellos, cuando los imperios brillaban al sol y todavía no habían sido atacados por el herrumbre del antiimperialismo: dorados años cuando Aristóteles presentaba sin sonrojarse esta ciencia destinada a mandar, y de paso adoctrinaba a Alejandro, o cuando Platón postulaba al filósofo como el mejor de los monarcas posibles, si bien luego de un paso obligado por el Colegio Militar y además andaba tratando de hacerse con el poder en alguna ínsula. De cada uno de estos casos, y podría decirse con ánimo quevediano: de todos los casos posibles y de muchos casos más, los filósofos contemporáneos –postfilósofos, metafilósofos o filósofos teóricos- dan explicaciones y hasta justificaciones, que el espíritu de la época, que la relatividad cultural, que la ruptura epistemológica, que la autonomía de las cuestiones, y es ahí donde se les junta la vergüenza de haber sido con el dolor de ya no ser. Alguno se llega a imaginar un único filósofo, un Filósofo Absoluto, que transcurrió por toda la historia y ahora con el lengue al cuello y el ala del sombrero echada sobre la cara viene a cantar: ¡Y pensar que hace mil años (o dos mil o tres mil o los que se quiera) fue mi locura, que llegué hasta la razón por su hermosura, que esto que hoy es un cascajo fue la dulce metedura que me puso a razonar! Otro, u otros, hacen la de Pilatos, se lavan las manos, o la de Pilates, ejercicio liviano; aquellos cargan contra los antiguos, que se limitaban a interpretar los temas de moda sin transformar el baile, y se entusiasman: ¡qué saben los pitucos!, y baten la justa: la fría sordidez del arrabal agostando la pureza de su fe; estos se deleitan o hacen como que se deleitan junto a la zorra y miran las uvas que no pueden alcanzar con lo que llaman pensamiento débil o bien se disculpan por pedir audiencia o se conforman con ver y ser vistos o con oír y ser oídos, pero chitón, nada de tocar ni ser tocados: el malevaje extrañado los mira sin comprender, perdido el cartel de guapos que ayer brillaban en la acción, y se justifican al verla, seguramente a la realidad, hecha una reina que vivirá mejor lejos de ellos. Por las dudas, los más audaces –la propaganda manda, cruel en el cartel y en el fetiche de un afiche de papel se vende una ilusión, se rifa el corazón- prometen estar ahí, al salto por un bizcocho, cuando sea necesario repensar las cosas y haga falta un amigo o se precise un consejo, más Platón y menos Prozac.
Che, Papusa, oí. Entre las excusas, aunque sería mejor decir: entre las estrategias de excusación que se ofrecen para la filosofía no falta la humildad, la obediencia debida, el yo no fui, pero los monjes medievales se cuidaban de ser humildes para no pecar de soberbios y los argentinos hemos aprendido que la obediencia debida puede ser indebida y sabemos que la omisión de una acción no nos vuelve virtuosos. Digo, de pronto la destinada a reina se confiesa sierva, pero no sierva de la más débil, sino de la más poderosa o de la que se presenta como candidata a ser más poderosa: sierva de la teología, sierva de la ciencia, sierva de la política, y en estos casos y en otros análogos y por encima de todo: sierva de la razón, y al bailar esos tangos de meta y ponga, vuelve otario al vivo y al reo gil. Todo es grupo, todo es falso, porque la actitud del achique no se produjo graciosamente o en tiempos de bonanza filosófica; al contrario, surgió cuando algunos teólogos lograron emanciparse de la filosofía y se propusieron sacarla de los curricula, o cuando otros tantos científicos no sólo se declararon independientes de ella sino que consideraron a la filosofía un obstáculo para la investigación o cuando un significativo número de políticos denunció la filosofía como mera ideología con efectos paralizantes. Y lo hizo, fingió achicarse, caminó mirando el suelo y arrimada a la pared, se abajó la pollera por donde nace el tobillo y después compró un bufoso y cachando al primer turro por amores contrariados le hizo perder la salud, y todo para no perder prerrogativas, estuvo ahí para marcar a herejes y paganos, para impugnar conocimientos alternativos y para darle la razón a su partido, y cantaba, pour la gallerie: no abandones tu costura a la luz de la modesta lamparita a kerosén, no la dejes a tu vieja, ni a tu calle, ni al convento, desechá los berretines y los novios milongueros…Y hasta se la vio vestida con librea de acomodador, indicándole sin embargo a cada cual su lugar, incluso al amo agradecido por sus servicios.
Postangos. El postango, invento de Gerardo Gandini anticipado por los arreglos que daban su color a cada orquesta típica, ofrece variaciones de los clásicos acoplándole recursos de los modernos.
Pianté de la noria. Por ahí, de carambola, un día cualquiera uno se despierta y descubre venturoso que ha podido dejar la filosofía, mejor dicho: que la filosofía lo ha dejado a uno, y entonces canta con la inflexión justa: Victoria, saraca victoria, pianté de la noria, se fue mi mujer. Ha logrado liberarse (se ha visto liberado) del hechizo que ejercían sobre él algunas formas de expresión y puede volver a ver los amigos, vivir con mama otra vez, y sale silbando bajito, le enseñaron a ser vivo muchos vivos de verdad, no le gustan los boliches, que las copas charlan mucho y entre tragos se deschava lo que nunca se pensó, y da unos cuantos pasos en ese estado mezcla de Victoria y Bien pulenta, y se escucha, siempre supo escuchar mucho, nunca fue conversador, y cae en la cuenta de que Victoria y Bien pulenta también son tangos, y de que ha recaído en la maldición. Tomarle el pelo a la filosofía y por ese sólo hecho meterse con ella, lo ha hecho meter en ella, lo ha vuelto un poco filósofo o filósofo del todo, para sugerirle sin dolor y sin vergüenza que un síntoma (o criterio) de algo llamado filosofía consiste (y ha consistido), en encontrar una salida de la filosofía, cuando no meramente en encontrarse de sopetón fuera de ella, en alguna rama de la literatura fantástica o de cualquier otro árbol.
Daniel Vera