sábado, 5 de diciembre de 2015


A qué se llama correr


Cabe sospechar que en el correr (como en el hablar y tal vez en el pensar) está todo a la vista; no hay nada oculto. Pero hay que mirar, para distinguir y para asociar, y escuchar, prestar oídos, por si algún otro nos dice algo que a nosotros se nos ha pasado por alto: esto es importante, porque si por ahí podemos contemplar nuestros pensamientos y atender a nuestras palabras y nuestras imaginaciones, no nos podemos ver corriendo, la visión de nuestra carrera depende siempre de un observador externo, de un ojo ajeno: el que corre no se ve correr. No creo que haya un lenguaje del cual pueda derivarse todo lo que se llama hablar ni que haya un pensar que sea suma o esencia de las múltiples actividades a las que conviene el nombre de pensamiento, y del mismo modo, veo que correr es una multiplicidad de gestos y de intenciones que no puedo resumir en un concepto, y ni siquiera en dos, aunque puedo en trazos gruesos separar el correr de quien lo hace en busca salud, del de quien busca salud para correr. Se pueden describir con mayor o menor detalle diversos movimientos a la los que se llama correr y enunciar algunas intenciones, pero difícilmente se pueda dar un inventario completo de los mismos; eso sin considerar todavía el uso metafórico de la palabra y sus derivados, a los que sin duda hay que dar algún lugar, ya que de una manera u otra lo cierto es que  estamos en carrera mientras no se diga de nosotros y sin nosotros que no corremos más. También está el correr por correr, ni por esto ni por aquello, el aspecto puramente estético –estésico, sensible-, la percepción infantil, casi siempre placentera y nunca o casi nunca con un fin determinado, el simple y alegre correr por correr. Los padres, los maestros y los médicos podrán aturdir enumerando los beneficios, los peligros y los perjuicios de correr, pero ninguno de sus comentarios toca siquiera de refilón los ágiles movimientos de la criatura que se desplaza sin ton ni son de un lugar a otro en busca de esa primigenia sensación.
 Hablar, adquirir el correlato perceptible a simple vista (o mero oído) del pensamiento, quizás su mayor estímulo o su género más notorio, es una tarea social, un aspecto de la educación. Los legendarios “niños del bosque” ( salvo Tarzán, que tuvo el privilegio de ser una ficción) y Kaspar Hauser  no desarrollaron lenguaje hasta no encontrarse con otros humanos. Y algo más: también debieron aprender a caminar, a tornarse eficientes bípedos implumes, según el pedagógico ejemplo de sus semejantes. Ergo, aprendemos a correr, correr forma parte de nuestra crianza, de nuestra educación. Los biomecánicos hablan de un obstáculo de diseño: la infraestructura humana no está hecha para andar sobre su par de extremidades posteriores: se trata de una adaptación evolutiva, que trajo algunas ventajas, como dejar las manos libres, para saludar o para tirar piedras. Y pese al paso de los siglos no se desarrolla sin ejercicio. La universalidad del correr es una universalidad adquirida, no compulsiva: tenemos la capacidad, pero no la necesidad; por eso, tal vez, nos encontramos con una insólita variedad de maneras de correr y cada una remata, se expresa, en un estilo personal. Es posible que el estilo se tenga por defecto, pero cualquiera sea, siempre es posible perfeccionarlo. La educación, el aprendizaje, es permanente. Correr, al igual que hablar,  es síntoma y signo de vida. Y tiene el carácter de una invitación, solicita compañía, y acaso compañía solícita.

 Para el público de nuestros días, las carreras por antonomasia son los 100 metros llanos y el maratón, los 42,195 km.. Cuando comencé a interesarme por el atletismo la situación era similar, aunque tal vez no los motivos. En los 100 metros llanos descollaba Armin Hary, un alemán que había irrumpido como el primer hombre en correr los 100 metros en 10 segundos  en Zurich el 21 de junio de 1960 y fue el favorito ganador de la prueba en las Olimpíadas de Roma celebradas en septiembre de ese año; en el maratón mi interés en un comienzo fue acaso puramente local, ya que nuestro comprovinciano Gumersindo Gómez fue representante de Argentina en Roma, donde el etíope Abebe Bikila, descalzo, gano el oro y la fama. ¡100 metros y 421,95 veces 100 metros! Se llama correr lo que se hace en un caso y en otro: se nombra corredor tanto al jamaiquino Usain Bolt, 1,95 m. de estatura y 94 kg. de peso que corrió 100 metros en 9,58 segundos, como  al kenyano Dennis Kipruto Kimetto, 1,71m. y 55 kg  que corrió el maratón en 2 horas 2 minutos y 57 segundos..  Y los dos tienen derecho a ser llamados corredores y a llamar correr su actividad destacada: mi intención es hacer notar que con las mismas palabras se denominan quehaceres muy distintos y la preparación para cada uno de ellos es por demás diferente. Sin embargo, no son los únicos, ni son los extremos; más allá del maratón los ultramaratonistas cubren distancias cada vez mayores, 100 kilómetros, 100 millas, etc., etc., y más acá de los 100 metros hay pruebas de 50 o 60 metros, y aún carreras informales más cortas, y aunque entre variantes próximas las diferencias físicas no son (tan) notorias, son raros los casos en los que un atleta destaca simultáneamente en más de dos pruebas afines; de ahí la dificultad, por ejemplo, para pactar una carrera entre un corredor de 800 metros y otro especialista en 100 metros. Se pueden imaginar competencias más cortas,  5 o 10 metros donde probablemente se verían cuerpos más parecidos a los de los levantadores de pesas, dada la explosividad requerida en su deporte, que a los de ningún corredor.

No es fácil averiguar  lo que uno hace cuando corre ni cuál es la distancia recomendada para cada uno, incluso es difícil saber cuánto hay de ‘natural’ y cuánto de ‘cultural’ en la conformación de un cuerpo: se puede decir, quizás, que se trata de factores epigenéticos, inducidos por la geografía, las costumbres, la educación y el estrato social. La proporción entre tipos de fibras musculares dice ser decisiva: el hombre que corre distancias cortas necesita ‘fibras rápidas’, amén de otras llamadas ‘explosivas’, todas ellas consumidoras de glucógeno en esfuerzos predominantemente anaeróbicos, mientras que el buscador de mayores distancias utiliza en mayor grado ‘fibras lentas’, alimentadas por la combustión de las grasas en esfuerzos principalmente aeróbicos. Aquel ‘toma aire’ antes y después de la carrera hasta un noventa por ciento o más de su consumo, su frecuencia cardíaca aumenta una vez finalizado el sprint; este repone el setenta por ciento o más del oxígeno mientras desarrolla su actividad, y si acaso su pulso se torna más rápido luego de alcanzar la meta es porque ha finalizado con una aceleración en los últimos metros. En esto parece haber un condicionamiento genético, pero se puede discutir, pues también se han observado o postulado ‘fibras neutras’ oportunistas que se transforman en estas o en aquellas según las exigencias del entrenamiento; o de la vida.
Daniel Vera,
Córdoba, 2015.
(Publicado en septiembre de 2015 en el número 57
de la revista Deodoro de la Universidad Nacional de Córdoba)