sábado, 31 de julio de 2010

NO TODO ES MENTIRA EL NO DECIR LA VERDAD

“(Mrs. Headway) No tenía reparo en decir mentiras,

pero ahora que estaba empezando de nuevo no quería

decir más que las necesarias. Le hubiera encantado que

fuera posible no decir absolutamente ninguna.

No obstante, unas pocas eran indispensables, y no

es preciso que intentemos analizar con más

minuciosidad los ingeniosos reordenamiento de hechos

con que entretenía y engañaba a Sir Arthur.”

Henry James

El sitio de Londres

Oscar Wilde se quejaba de la decadencia de la mentira, y esa decadencia se expresaba según él en la creciente vaguedad de la palabra mentira, en su auge social, que llevaba a llamar mentira a las cosas más dispares y la retiraba del juego de la imaginación. En lugares clásicos de Platón y Aristóteles el poeta era el paradigma del mentiroso, en tanto que en estos días, los de Wilde y los nuestros, ese paradigma se ha desplazado hacia el político y el periodista. Con hipérbole rioplatense, un desengañado personaje de Discépolo decía que ‘todo es mentira’, pero con notable intuición conjuntista no incluía en ese todo a su propia afirmación, ya que pretendía estar diciendo la verdad. En lo que llevo dicho, hay por lo menos, tres niveles a considerar en tanto que mentira se opone a verdad, uno de ellos implícito, el semántico, y dos explícitos, el epistémico, y el pragmático. Mi intención es describirlos y apreciarlos, con el propósito de establecer una jerarquía en las relaciones entre ellos.

Semántica, epistémica y pragmática

Muy poco y por demás insuficiente es lo que se puede decir de la mentira desde el punto de vista semántico; bastará para mi propósito una formula simétrica a la llamada convención T, ya que aquí sólo podemos caracterizar a la mentira como la negación de la verdad, por tanto, la convención M reza: “‘p es mentira’ si y sólo si no p”. A todas luces el esquema no alcanza para caracterizar todo lo que habitualmente llamamos mentira y nada más que lo que habitualmente llamamos mentira, pues lo que queda precisado como ‘mentira’ coincide con una noción más amplia, la de falsedad, que abarca también errores, metáforas, ironías y otros usos oblicuos del lenguaje. Tengo para mí que tampoco es necesario que se cumpla M para que p sea mentira en sentido pragmático, pero sí se requiere la posibilidad de que M sea el caso.

Desde el punto de vista epistémico se agrega la actitud proposicional y se llama mentira decir lo que no se cree que sea el caso, con la salvedad de que no se tiene intención de engañar. ‘Se dice “p” si y sólo si se cree “no p”, esta sería la ley magna de una leal comunidad de mentirosos, que epistémicamente no engañaría a nadie. El resultado se haría lógicamente irrelevante con la sola aplicación del principio de dualidad a los dichos de los interlocutores, aunque aumentaría la vaguedad de algunas expresiones habituales; en efecto, en dicho medio citar a alguien, por ejemplo, a las 6 de la tarde del 6 de junio de 2006 en el punto 6, significaría afirmar una disyunción posiblemente infinita de lugares, fechas y horarios alternativos (en el supuesto de que la cita y los modos de fijar referencias espacio-temporales estuvieran exceptuados de la constitución); si por razones de funcionamiento, como inevitablemente ocurriría, se tuvieran que abreviar las expresiones, quien quisiera ser puntual y preciso, para no engañar a nadie, diría algo así como: “te espero cualquier día, en cualquier parte, a cualquier hora, menos el 6 de julio de 2006 a las 6 de la tarde en el punto 6”. En el supuesto de que la cita y los modos de fijar referencias espacio-temporales no estén exceptuados de la convención ‘M’, se tendría que negar también estos elementos, pero en todos los casos habría que llegar a una constante, lo que podría llamarse una aplicación del principio de sinceridad: en el extremo, a que el principio constitucional ‘se dice “p” si y sólo si se cree “no p”’ es verdad para cualquier p, porque de lo contrario tendríamos un conjunto inconsistente, en el que no habría posibilidad de establecer si el caso es “p” o “no p” y, siquiera por azar, no podríamos excluir la posibilidad de engañar a alguien, tal vez a nosotros mismos, pues no sabríamos cual es la creencia que tenemos que atribuir, pues lo que la aplicación hermenéutica del principio de dualidad nos daría, sería siempre una tautología o una contradicción, es decir, valga el Tractatus, ninguna información sobre el mundo.

Desde el punto de vista pragmático la esencia de la mentira es el engaño, y como acto lingüístico no tiene lugar si no es exitosa: lo que se dice ha de ser creído por el interlocutor para que la intención no sea fallida. Quiero decir que la mentira, como toda emisión lingüística según Davidson, persigue en cada caso un fin no lingüístico, y su éxito se mide por la capacidad de alcanzar ese fin; la ley moral desaprueba, urbe et orbe, la mentira como procedimiento para alcanzar esos fines, pero la costumbre la legitima en no pocos casos. Ahora bien, cuando uno descubre que ha sido engañado experimenta un tipo singular de malestar, que puede llamarse decepción, desencanto o, simplemente, desengaño, que a su vez puede manifestarse en ira, resentimiento, depresión, etcétera, en suma, pasiones que degradan la convivencia, de ahí que desde temprano se haya intentado proscribir la mentira como práctica social; no se puede dejar de notar, sin embargo, que estas pasiones pueden ser provocadas por otras faltas a la verdad que no incluyen la intención de engañar y que, por lo tanto, no pueden calificarse pragmáticamente como mentiras: la equivocación, la metáfora, la ilusión. Esto es, la mentira no puede identificarse por la apelación a sus efectos, y como las intenciones (las ajenas y, si creemos al psicoanálisis, muchas de las propias) no son evidentes en los enunciados, se concluye que no hay reglas para mentir y, simétricamente, no hay reglas para desarmar la mentira, puesto que la mentira no es vencida sólo por la verdad, sino que a veces es derrotada por una mentira mejor. Desde este punto de vista, sobre el que pesa la sombra de Donald Davidson, lo único que se puede establecer son las condiciones de la mentira, que son, con paradoja y todo, las mismas condiciones semánticas y epistémicas que las de la sinceridad: (1) una oración puede ser verdadera o falsa, según describa o no lo que es el caso; (2) quien la profiere puede creer o no que describe lo que es el caso; (3)el hablante y el oyente comparten una multitud de creencias verdaderas acerca del mundo, pero el intríngulis pragmático está en (4) la intención con la que se profiere: busca engañar al interlocutor, y (5) tiene éxito. En lo que sigue voy a repasar algunos lugares, unos más comunes que otros, sobre la mentira para mostrar cómo operan estas condiciones.

Son demasiado ignorantes para que yo los engañe

En la Grecia arcaica, de acuerdo con Marcel Detienne, había ‘maestros de verdad’, esto es, lugares sociales desde los cuales y sólo desde los cuales, se decía la verdad, que era la palabra memorable (a-letheia, sin olvido), los cuales eran el rey de verdad y justicia, los oráculos y los poetas de verdad; estos últimos eran los más frágiles, ya que no tenían asegurado a priori el valor de sus dichos, sino que dependían de que fueran recordados y repetidos en la tradición oral. Con la llegada de la escritura, el auge del comercio, la democracia y la filosofía, esos lugares comenzaron a diseminarse: ‘todo está lleno de dioses’ dicen que decía Tales de Mileto, lo cual equivaldría a decir que la verdad, y por lo tanto: la mentira, podía proferirse desde cualquier lugar. Los filósofos pronto trataron de apropiarse de los lugares de verdad y buscaron expulsar de ellos a oráculos, sofistas y poetas. Estos últimos, perdida su condición sagrada de voceros de la verdad, se dedicaron a cantar, remuneración mediante, la gloria de los triunfadores, no sólo en las empresas guerreras, sino también en las comerciales y deportivas. Se convirtieron, con perdón de Wilde, en una especie de periodistas, y adquirieron, con el pago que recibían, fama de mentirosos: falsificaban genealogías y registros. Su verbo, sin embargo, era convincente y lograba engañar a muchos, pero no a todos. Así fue que a Simónides le reprocharon cierta vez que no lograba engañar a los beocios, a lo que el poeta respondió que los beocios eran demasiado ignorantes para ser engañados por él; la ‘ignorancia’ marca la diferencia de creencias acerca del mundo en aspectos cruciales de sus dichos, en el sentido que los beocios profesaban creencias que Simónides reputaba falsas y viceversa; además, tenían la costumbre de no creer los dichos de los extranjeros.

“Se puede engañar a pocos durante mucho tiempo y a muchos durante poco tiempo, pero nunca a todos para siempre”

La cuestión para el mentiroso o los mentirosos en su más cruda práctica, cualquiera sea el fraude que promueven, suele ser relativa al tiempo durante el cual puede mantenerse el engaño, a la cantidad de personas susceptibles de ser engañadas y al número de personas que se tiene interés de engañar. La estrategia más simple consiste en aislar socialmente a los engañados, de modo que no tengan acceso a fuentes de datos independientes, y si no se puede impedir esa defensa, se propiciará el descrédito de las otras voces; engañar a uno es más fácil que engañar a dos etcétera, y una conspiración de mentirosos, por ejemplo: una banda de estafadores, tiene más probabilidades de éxito que un individuo solitario. Las analogías con la defensa de lo que se cree verdadero no son casuales, ya que la mentira es simulación o parodia de la verdad, de ahí aquello de que la verdad es una mentira socialmente aceptada, lo cual no es del todo cierto, ya que si bien hay falsedades o ficciones tomadas como verdades públicas, en muchos casos son sostenidas con sinceridad y sin ánimo de engañar; estas creencias falsas, si compartidas, han de ser tenidas en cuenta por el mentiroso, aunque no crea en ellas, tanto como las verdaderas para tener éxito en su gestión, de modo que el aislamiento social que propicia para sus víctimas incluye apartarlas de aquellos que no compartan sus creencias sobre el objeto de su mentira, en lo esencial que no tengan contacto con lo que él tiene por verdadero. Al respecto, hay una referencia atribuida a San Agustín, que no he podido rastrear, según la cual un predicador persuasivo que no creyera en la verdad de lo que predica, no debería dejar por ello de predicar, ya que el bien producido por la verdad de la prédica compensaría con creces el mal de su mentira (lo que sí he podido comprobar es el siguiente dicho del obispo de Hipona: “Si alguno, partidario de los epicúreos, y que piensa que el alma es mortal, reproduce los argumentos expuestos por los sabios a favor de su inmortalidad en presencia de un hombre capaz de penetrar lo espiritual, el oyente juzgará que el epicúreo dice la verdad; pero el epicúreo ignora si es verdad lo que dice, antes bien lo cree falso”[1]

¡Miente y miente, que algo quedará!

En la época de la comunicación de masas y de la propaganda en gran escala, la mentira pública, aquello que el poeta irlandés llamaba la era de la decadencia de la mentira, lo que ha decaído es el modo de proteger a la mentira de sus críticos, que se ha reducido drásticamente a dos argumentos: cubrir la mentira con otra mentira y repetir esas mentiras hasta el cansancio, descuidando su elaboración y hasta su consistencia, a tal punto que una mentira masiva elude a veces hasta el requisito de la verosimilitud, como se deja ver en ámbitos tan disímiles como los discursos políticos y los regímenes para adelgazar. En el sustrato del éxito, pese a su reiterada aplicación, de la fórmula ministerial se halla la voluntad que tiene el público de ser engañado, lo que suele llamarse la ‘necesidad de creer’, porque el estado de cosas enunciado por la mentira coincide con sus deseos o es conveniente para sus intereses, aunque esta convicción no siempre sea ‘sincera’, esto es sentimental o ideológica, sino que a veces constituya una complicidad con el mentiroso y tienda a sacar provecho deliberado del engaño, con el chantaje directo o con el recurso un tanto más sutil de engañar al engañador para hacerlo caer en la red de su propia mentira.

en la boca mentirosa

es la verdad sospechosa”

Mentir consuetudinariamente no es recomendable para el éxito de la mentira, como lo sabemos desde que nos contaron la historia del pastor y el lobo, o dicho de otra manera: la fama de mentiroso exige –o exigiría, en un mundo más riguroso- mayores refinamientos y precauciones a la hora de mentir, uno de ellos: decir la verdad a sabiendas de que no va a ser creída. Por lo tanto la estrategia del mentiroso tiene dos aspectos, por lo común cumplidos: el primero, cuidar su prestigio, adobarlo con todos los aliños de la veracidad, no mentir innecesariamente ni sobre materias alejadas de su propósito; el segundo, alabar a otras personas reconocidas por su veracidad o su conocimiento, lo que se llama su confiabilidad, y censurar a otras como mendaces, en especial a aquellas que podrían interferir en sus propósitos.

“Voy a ser sincero”

El anuncio de sinceridad, por su significado, debería ser utilizado para preceder enunciados que se tienen por verdaderos, gesto retórico paradójico en ese caso, ya que implicaría el hábito de no ser sincero por parte del locutor, por lo que rara vez se lo usa sin más con ese fin; por el contrario, suele ser empleado para reforzar la credibilidad de una mentira o, lo que es más común, para omitir faltas a la verdad que no se dejan catalogar en el rubro de mentiras, dado que son requisitos de comportamientos sociales recomendados: el protocolo, la cortesía, la modestia, la discreción, etcétera; esto incluye todos los tratamientos formularios: “su eminencia reverendísima”, “miembro de la honorable cámara”, “distinguido profesor”, “de mi mayor consideración” y demás, que en algunas circunstancias son obligatorios, pero cuya coincidencia con las creencias del locutor es improbable. La ‘sinceridad’ de tal modo proclamada puede prestar, por tanto varios servicios a la vez, por ejemplo, proferir frases desagradables, con independencia de que sean o no el caso: `te voy a ser sincero, esa ropa te queda mal`, aunque no oculte la envidia de ver al amigo vestido con un traje de Armani.

El truco y cómo jugarlo

La buena educación aconseja, pues, en muchos casos, faltar a la verdad, con lo que la franqueza acostumbra ser el justificativo de la guarangada, pero las normas sociales nunca son tan francas como para recomendar la mentira; sin embargo, no faltan en la educación, tanto formal como informal, reglas y entrenamientos para no decir lo que se cree que es el caso. En el juego, entendido a la manera de Vigotsky; “el niño juega a ser otro”, comporta una simulación deliberada, con una doble ficción: un niño dice ser alguien, policía o ladrón, y el otro (o los otros) finge creerle, suspensión momentánea de la incredulidad que preludia el intríngulis de la experiencia literaria, y es importante que esta ficción, como la el amigo invisible, se distinga de la ‘realidad’, pues se trata, según Brunner, de una distinción crucial cuya falta es indicio de desarreglo psicológico o social y, agrego, peligroso para el sujeto y para segundos y terceros. Por otra parte, mitos que también se destinan a los niños, como los Reyes Magos o el Ratón Pérez, servirían de preparación para la decepción, desilusión, desengaño o desencanto que es consecuencia de descubrir que lo que uno creía no era el caso, esto es, para ir teniendo en cuenta que aún las personas más confiables pueden no decir la verdad y que no siempre se engaña o se finge engañar con intenciones malignas y que a estas fábulas no les conviene el nombre de mentiras, por más que cumplan con las condiciones semánticas, epistémicas y pragmáticas de la mentira. Pero hay juegos adultos, como el truco o el póker, que además del azar de las cartas incluyen una porción de estrategia y esta estrategia es la estrategia de la mentira; cierto es que todo juego entraña una suspensión de la verdad, de la ‘seriedad’, esa es la diferencia entre el ajedrez y la guerra, aunque en la estrategia bélica el engaño juega un papel tan importante como en el truco, y todavía mayor, ya que el jugador, para ganar o no ser derrotado, en algún momento puede ser obligado a mostrar sus cartas, lo que no ocurre por lo general en los enfrentamientos militares, donde las ‘armas secretas’, entre las que se cuentan los espías y la información, pueden ocultarse más allá del desenlace de una batalla, ya que si bien hay un término prefijado para una partida, no lo hay para la guerra, por más tratados que se firmen, ya que las convenciones no tienen el mismo vigor en uno y otro caso. La diferencia, marcada por el estereotipo, entre ‘decir lo que se piensa y pensar lo que se dice’ aporta un detalle tenido en cuenta por los interrogadores profesionales en la literatura policial: el mentiroso ‘piensa lo que dice’, sus respuestas no son espontáneas, muestra una necesidad ‘filosófica’ de no decir la verdad, de trabajar con hipótesis que no se cree que sean el caso, pero que no se pueden descartar de antemano a no ser por ingenuidad o, más de una vez por deshonestidad intelectual: considerar las alternativas es suponer lo que, en principio, se cree que no es el caso y estar dispuesto a aceptar las consecuencias. Pensar, en la medida en que es operar con signos (y no con ‘las cosas mismas’ o con sus sosías, lo que sería sinónimo de acción o de revelación) entraña fingir y esta ficción es central en la ciencia, el derecho, la política y el arte, por lo que la ‘no verdad’ no es sin más una mentira, aunque la falta de reglas para mentir, y recíprocamente, la falta de reglas para decir la verdad haga posible que erísticamente, con o sin buena fe, se pueda calificar de mentira la argumentación del adversario. Dicho de otra manera, el ideal moral de no mentir, sostenido de modo radical y sin discriminación, cuando implica decir sólo lo que se tiene socialmente por verdadero, lo que se llama ‘mentiras establecidas’ es un ideal conservador. Pero los efectos revolucionarios (el ‘éxito’) eventuales de una mentira o, de un mero error o equivocación, no alcanzan para transformarla en verdad, salvo bajo cierta interpretación. Si lo que va a ser creído es la interpretación del sueño, y no el sueño, lo adecuado parece la estrategia de Nabucodonosor: le pide al profeta que además de interpretar sus sueños imperiales, le diga también lo que ha soñado. Vale decir que Nabuco ya sabía lo de Nietzsche: sólo hay interpretaciones.

La mentira tiene patas cortas

Alguien podría decir que mi título es mentiroso y que ‘Las mil caras de la mentira’ describiría mejor la situación planteada, y hasta daría por probado el lugar común acerca del escaso alcance de la mentira: hasta aquí, no más; pero ese vislumbre también es engañoso: la braquipedia no impide que la mentira llegue lejos, tan lejos como se pueda imaginar, porque al igual que la exitosa Mrs. Headway, es hermosa y entretenida, tiene la lengua ágil y el aliento largo, y se sabe hacer desear.

Daniel Vera

Córdoba, 2007



[1] San Agustín, Del maestro, en Obras de San Agustín, BAC, Madrid, 1947, Tomo III, p. 751.

No hay comentarios: