Yo no pienso más que en ella a toda hora,
Es terrible esta pasión devoradora.
Enrique Cadícamo
Milonga existencial. El menos informado de los compadritos sabe que el tango tiene vocación por lo último: El último guapo, El último café, La última copa, La última grela, La última…resonancia que encontramos anacrónicamente en las más antiguas filosofías, que ya entonces anhelaban coincidir con el término de su amor y de sí mismas, y crónicamente en las últimas y penúltimas filosofías, hasta volver cierta la ironía sobre aquel que escribió El último Heidegger, a quien atribuían haber redactado un Heidegger de lo último; porque lo último tiene esas caras antagónicas del mayor prestigio y de la peor fama, ambigüedad axiológica que describe a la perfección el fenómeno del tango: “una canción de gesta se ha perdido en sórdidas noticias policiales”[1][2]. No fue Heidegger, sin embargo, sino otro alumno de Husserl, Hugo Dingler, más tarde dedicado a la filosofía de la matemática, separado de su cátedra en l934 por presunta simpatía con los judíos y restituido luego de su afiliación al partido Nazi en 1940, quien en los años veinte enunció la metafísica como ciencia de lo último (“metaphysik als Wissenschaft vom letzten”), bajo el primado de la filosofía y, supongo, en el sentido apologético de lo último. Heidegger, por su parte, no buscaba lo último sino lo primero, o mejor: lo que estaba antes de lo primero (ya dijo don Nimio de Anquín que lo del caballero teutónico no era ‘Physik’ ni ‘Meta-physik’ sino ‘Ur-physik’), lo cual lo volvía el más nostálgico de sus congéneres, comparable sólo con aquellos gnósticos que después de infinitos eones poblados por indefinidas generaciones de divinidades cada vez más degeneradas pretendían encontrarse con la prístina sabiduría del comienzo. Veinticinco abriles que no volverán. En nuestro mundo, más o menos borroso y contingente, cada final es un principio y viceversa, generalmente una zona gris donde no se percibe bien cual es el último de los primeros y cual es el primero de los últimos, pero un principio absoluto requiere también un fin absoluto (cosas más bien escasas en los mercados de la humanidad) y en este caso requiere ser el último, el último guapo que se tome la última copa del olvido del ser, y encare derechito, yo sé que ahora vendrán caras extrañas, hacia un tiempo incierto y obscuro donde será seguramente el más taura de los primeros.
Valsecitos hermenéuticos y positivistas (lógicos). De tanto darle vueltas al asunto, Herr Professor Heidegger advirtió (y declaró) que lo suyo no era existencial, y tampoco milonga ni tango, sino vals: der Walzer des Seyns, y que las tales vueltas eran virtuosos círculos hermenéuticos, lejos del vicioso Yira, yira, traducido en el imperativo categórico alemán Kreise! Kreise!, con sus insoportables resonancias de Wiener Kreis, que por vienés y por círculo reclamaba científicamente para sí no lo Sein sino el Sinn del Walzer. Aquello transcurría en los claros del bosque, con precisión metafórica en alguna Lichtung del Schwarzwald, a la que conducían bellos, sinuosos y obscuros senderos y donde las ortogonales cartesianas temían extraviarse. El vals puede producir vértigo y mareo, y trae dificultades, la más común: cuando el danzarín gira siempre a la izquierda o siempre a la derecha, se vuelve entre otras cosas demasiado monótono, pero aún en el caso de pericia ambidextra para el espectador no es difícil percibir que se baila con lo bailado, lo que en lengua hermenéutica viene a ser explicar con lo explicado, o decir con lo dicho, quizás con una marca de entonación o una travesura gráfica: la filo-sofía es la filo-sofía. De lo que algunos concluyen que el amor a la sabiduría es la sabiduría del amor, por lo que el vals se recomienda (o se recomendaba) como danza ritual de Himeneo, sea en su tradición vienesa o en su versión criolla justamente bautizada Desde el alma, que es desde donde debe ser para ser tan buena como lo fuera por amor. Las vueltas o los rollos de la vida no son tan inocuos (ayer yo era rico, su amor disfruté) sino que con decir lo dicho se marca lo que no se dijo, aunque se quiso decir o se pudo decir o se tuvo que decir o a lo mejor se dijo y no fue oído o fue oído pero no fue escuchado: ella juró que era buena y no la quise escuchar, fácilmente se explica que no pudo ser. En el vals, por cierto, hay evidente elusión de lo último. El último vals (1978) es una película de Scorcese sobre el concierto de despedida de una banda (The band) de rock, con lo cual no se acaban las vueltas porque el rock, como nadie lo ignora, es rock…and roll. El caso es que en estos valses la voz de la filosofía se atenúa, su voz que era mía, su pálida voz. Los hermeneutas parecen gustar más de la interpretación que de la pieza, allá ellos con sus circunvoluciones, pero a los del otro círculo, el de Viena, y a sus amigos positivistas urbe et orbe decididamente no les gustaba la letra de ningún valsecito filosófico y no congeniaban con ningún tango metafísico; tampoco parecía gustarles esa música; mejor dicho: creían que la letra era la música y en consecuencia la consideraban producto de músicos sin talento. Ellos cantaban el tango de la ciencia, casi un bolero: única tú, aquí en mi corazón, y anunciaban que no habrá ninguna igual, ninguna con su piel ni con su voz, anhelo que cumplirían con ayuda de un censor que no permitiría rumba ni mambo ni chacarera ni bossa nova ni rock and roll. La piel, por la parte empirista, correspondía a los enunciados protocolares, igual de fundamentales que fantásticos, pero sin bandoneón, y la voz por la parte lógica, que incluía la matemática, y no había más que decir y si alguien pretendiere decir algo más presentándose con rasgos señoriales, si se tratare de un señor, habrá que advertir al incauto oyente que esos sobretodos de catorce ojales y esos bigotitos de catorce líneas que más que un bigote son un espinel, son nada que nadea y traen consigo la perdición y lo llevarán a uno a la misma metafísica que lo parió; y si se tratare de una señora se dirá de ella que es sólo un fantasma del viejo pasado que no se puede resucitar, y si no diere para tanto se probará su vanidad dejando asentado que nunca tuvo novio. La sierva de la ciencia no toca ni baila, es más bien un embrollo lingüístico.
Al verla así rajé pa´no llorar. También nos cuentan que antes era distinto, que la filosofía era reina y el filósofo rey, y ambos eran, o al menos pretendían ser, magnánimos y generalísimos. En los últimos siglos pocos lo dijeron de manera clara y distinta, Ledesma Ramos fue una de las excepciones cuando llamó a la filosofía disciplina imperial; claro que en cuanto uno lo oyó calificar así, dio por supuesto que hablaba de otra época, te acordás hermano que tiempos aquellos, cuando los imperios brillaban al sol y todavía no habían sido atacados por el herrumbre del antiimperialismo: dorados años cuando Aristóteles presentaba sin sonrojarse esta ciencia destinada a mandar, y de paso adoctrinaba a Alejandro, o cuando Platón postulaba al filósofo como el mejor de los monarcas posibles, si bien luego de un paso obligado por el Colegio Militar y además andaba tratando de hacerse con el poder en alguna ínsula. De cada uno de estos casos, y podría decirse con ánimo quevediano: de todos los casos posibles y de muchos casos más, los filósofos contemporáneos –postfilósofos, metafilósofos o filósofos teóricos- dan explicaciones y hasta justificaciones, que el espíritu de la época, que la relatividad cultural, que la ruptura epistemológica, que la autonomía de las cuestiones, y es ahí donde se les junta la vergüenza de haber sido con el dolor de ya no ser. Alguno se llega a imaginar un único filósofo, un Filósofo Absoluto, que transcurrió por toda la historia y ahora con el lengue al cuello y el ala del sombrero echada sobre la cara viene a cantar: ¡Y pensar que hace mil años (o dos mil o tres mil o los que se quiera) fue mi locura, que llegué hasta la razón por su hermosura, que esto que hoy es un cascajo fue la dulce metedura que me puso a razonar! Otro, u otros, hacen la de Pilatos, se lavan las manos, o la de Pilates, ejercicio liviano; aquellos cargan contra los antiguos, que se limitaban a interpretar los temas de moda sin transformar el baile, y se entusiasman: ¡qué saben los pitucos!, y baten la justa: la fría sordidez del arrabal agostando la pureza de su fe; estos se deleitan o hacen como que se deleitan junto a la zorra y miran las uvas que no pueden alcanzar con lo que llaman pensamiento débil o bien se disculpan por pedir audiencia o se conforman con ver y ser vistos o con oír y ser oídos, pero chitón, nada de tocar ni ser tocados: el malevaje extrañado los mira sin comprender, perdido el cartel de guapos que ayer brillaban en la acción, y se justifican al verla, seguramente a la realidad, hecha una reina que vivirá mejor lejos de ellos. Por las dudas, los más audaces –la propaganda manda, cruel en el cartel y en el fetiche de un afiche de papel se vende una ilusión, se rifa el corazón- prometen estar ahí, al salto por un bizcocho, cuando sea necesario repensar las cosas y haga falta un amigo o se precise un consejo, más Platón y menos Prozac.
Che, Papusa, oí. Entre las excusas, aunque sería mejor decir: entre las estrategias de excusación que se ofrecen para la filosofía no falta la humildad, la obediencia debida, el yo no fui, pero los monjes medievales se cuidaban de ser humildes para no pecar de soberbios y los argentinos hemos aprendido que la obediencia debida puede ser indebida y sabemos que la omisión de una acción no nos vuelve virtuosos. Digo, de pronto la destinada a reina se confiesa sierva, pero no sierva de la más débil, sino de la más poderosa o de la que se presenta como candidata a ser más poderosa: sierva de la teología, sierva de la ciencia, sierva de la política, y en estos casos y en otros análogos y por encima de todo: sierva de la razón, y al bailar esos tangos de meta y ponga, vuelve otario al vivo y al reo gil. Todo es grupo, todo es falso, porque la actitud del achique no se produjo graciosamente o en tiempos de bonanza filosófica; al contrario, surgió cuando algunos teólogos lograron emanciparse de la filosofía y se propusieron sacarla de los curricula, o cuando otros tantos científicos no sólo se declararon independientes de ella sino que consideraron a la filosofía un obstáculo para la investigación o cuando un significativo número de políticos denunció la filosofía como mera ideología con efectos paralizantes. Y lo hizo, fingió achicarse, caminó mirando el suelo y arrimada a la pared, se abajó la pollera por donde nace el tobillo y después compró un bufoso y cachando al primer turro por amores contrariados le hizo perder la salud, y todo para no perder prerrogativas, estuvo ahí para marcar a herejes y paganos, para impugnar conocimientos alternativos y para darle la razón a su partido, y cantaba, pour la gallerie: no abandones tu costura a la luz de la modesta lamparita a kerosén, no la dejes a tu vieja, ni a tu calle, ni al convento, desechá los berretines y los novios milongueros…Y hasta se la vio vestida con librea de acomodador, indicándole sin embargo a cada cual su lugar, incluso al amo agradecido por sus servicios.
Postangos. El postango, invento de Gerardo Gandini anticipado por los arreglos que daban su color a cada orquesta típica, ofrece variaciones de los clásicos acoplándole recursos de los modernos.
Pianté de la noria. Por ahí, de carambola, un día cualquiera uno se despierta y descubre venturoso que ha podido dejar la filosofía, mejor dicho: que la filosofía lo ha dejado a uno, y entonces canta con la inflexión justa: Victoria, saraca victoria, pianté de la noria, se fue mi mujer. Ha logrado liberarse (se ha visto liberado) del hechizo que ejercían sobre él algunas formas de expresión y puede volver a ver los amigos, vivir con mama otra vez, y sale silbando bajito, le enseñaron a ser vivo muchos vivos de verdad, no le gustan los boliches, que las copas charlan mucho y entre tragos se deschava lo que nunca se pensó, y da unos cuantos pasos en ese estado mezcla de Victoria y Bien pulenta, y se escucha, siempre supo escuchar mucho, nunca fue conversador, y cae en la cuenta de que Victoria y Bien pulenta también son tangos, y de que ha recaído en la maldición. Tomarle el pelo a la filosofía y por ese sólo hecho meterse con ella, lo ha hecho meter en ella, lo ha vuelto un poco filósofo o filósofo del todo, para sugerirle sin dolor y sin vergüenza que un síntoma (o criterio) de algo llamado filosofía consiste (y ha consistido), en encontrar una salida de la filosofía, cuando no meramente en encontrarse de sopetón fuera de ella, en alguna rama de la literatura fantástica o de cualquier otro árbol.
Daniel Vera
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