sábado, 1 de enero de 2011

La poesía y el genio (del lector)

Apuntes sobre el fiabilismo

La poesía ha sido en el vaivén de los siglos anatematizada o endiosada por la filosofía, que a veces la ha condenado al exilio y la exclusión llamándola lisa y llanamente mentirosa y a veces la ha idolatrado como corazón y fundamento de toda verdad; allá la ha visto como enemiga irreconciliable, aquí como aliada o amiga, maestra firme o discípula más o menos dócil, pero casi nunca ha sabido qué hacer ni ha hecho demasiado saber con ella y con sus funcionarios, los poetas, aparte de execrarlos o adorarlos, y mucho menos con sus destinatarios, los hipotéticos lectores. De ahí que ‘poesía’, dicho con ironía, y aun sin ella, es palabra injuriosa cuando la pronuncia un filósofo y por el contrario cuando la pronuncia otro es el elogio supremo, en tanto que para evitar malos entendidos, muchos prefieren no pronunciarla; sin embargo no son raros los revuelos en su rededor: aunque se dice que nadie o casi nadie lee poesía, todos o casi todos la escribimos, y no faltan quienes aseguran que la practican o la viven, y quizás estas ignorancias sean el camino de un saber, no sólo poético. Lo cierto es que los libros de poesía, cuando se venden, es porque alguien compra algo para regalar o quiere regalar al autor, por lo general en el acto de presentación del libro, el halago de tener un interesado en lo que escribe; sea lo que sea ese mercado, si es que se trata de un mercado, vale decir que la oferta de poesía, en sentido lato o en sentido estrecho, es obvia- y cuantiosamente superior a la demanda. Esa abundancia asimétrica no representa una posición ventajosa para los autores, pues sus productos, digo sus poemas, llegan a un mundo atiborrado de poemas, densa continuidad en la que siempre es posible aducir un poema entre poema y poema (de hecho, entiendo que sólo hay variables y variantes). No es vano notar que en tal circunstancia la palabra ‘poesía’ termina por no significar propiamente nada, a no ser algo en algún sentido diverso de ‘prosa’, siempre y cuando no aparezca algún despistado ostentando poemas en prosa o prosas poéticas, etcétera. Una opción un poco más refinada lleva a proponer una oposición entre ‘poesía’ y ‘filosofía’ y ‘religión’ y ‘ciencia’ y ‘moral’ y ‘política’ y demás; pero como, salvo por abstracción, no se trata de especies puras, no se suele avanzar mucho por este camino y se llega a discutir de filosofía, de religión, de política o de cualquier otra cosa, menos de poesía. De ahí que en las transacciones destinadas a sostener, siquiera transitoriamente, un significado propio de ‘poesía’, sea para señalar la pertenencia (o no) de un autor o una obra a una tradición o para manifestar un código destinado a reconocer la ‘verdadera poesía’ o, en un ascenso o descenso por la diagonal, la ‘verdadera poesía social’, la ‘verdadera poesía religiosa’, la ‘verdadera poesía filosófica’ y demás, y distinguir a cada una de su contraparte fallida, las ventajas más notorias se encuentran de parte del lector: la anagnórisis sólo puede provenir de su gesto soberano: “he aquí un poema”, retribución para aquel que señaló: “poesía eres tú”, o para aquel otro, que asimiló el crítico al artista.

Queda dicho, pues, que en poesía la autoría, en cuanto autoridad, pasó del escritor (o del pintor, o del músico) al lector (al espectador, al oyente), por lo general mediante alguna suerte de heteronomía, sometiendo la valoración de su obra a los dictados del filósofo, del científico, del político y de cualesquiera otros. Los poetas intentaron defender su panteón de muchas maneras, sin excluir la paradoja, y así su arte incluyó su propia crítica, como en Valery, se volvió preterintencional, como en los surrealistas, en quienes la intención estética era sobreimpresa a un gesto automático, o se suprimió toda ‘actividad autoral’ excepto la puesta en contexto de algún artefacto extraño (un mingitorio en el caso de Duchamp, un texto ajeno o una taxonomía insólita de los textos, en el caso de Borges, un pedazo de tierra o un curso de agua, o un animal, en el caso de Le Parc, de Christo y de otros); esto es, procuraron conservar su autoridad ocupando el lugar del lector. En el extremo se diría, parafraseando a Thomas Jefferson, que poesía es aquello que el lector dice que es poesía y la poesía significa lo que el lector dice que significa. De lo que se trata es de asumir y mantener, incluso detentar, la competencia de lector, de Gran Lector, que en poesía es igual o mayor a la de Gran Elector. Más importante que figurar en la Antología es componer e imponer la Antología, por lo cual la propia escritura de poemas se llega a ver como un acto de lectura, no siempre, o casi nunca, razonable y razonado; en todo caso las razones, las ‘máquinas’ no son suficientes para sostener la legalidad o la legitimidad de una ‘lectura’, por el contrario, no pocas veces es suficiente para señalar su debilidad o, lisa y llanamente, para invalidarla. El lector, el Gran Elector de poesía, en aras de su posición y contra lecturas rivales no tiene otro remedio que recurrir al genio, a su propio genio y al de sus aliados. Dos obras, dos grandes obras aparecidas en este milenio, Genios, de Harold Bloom y Borges, de Adolfo Bioy Casares, permiten una anatomía de la genialidad lectora, a ellos remito a quienes sepan y puedan demorarse en el placer de las vivisecciones; en lo presente me voy a limitar a unos pocos apuntes, informes de análisis o de radiografías, reunidas por un ‘genio’ conjetural con la finalidad de describir una peripecia fiabilista y sugerir, con un horizonte más amplio, su importancia en la construcción social del conocimiento.

“Por Musa debemos entender lo que los hebreos y Milton llamaron el Espíritu y lo que nuestra triste mitología llama lo Subconsciente”, la frase se encuentra, protegida por paréntesis, en el prólogo de La rosa profunda[1] de Jorge Luis Borges; forma parte del comentario a una presunta paradoja: “La doctrina romántica de una Musa que inspira a los poetas fue la que profesaron los clásicos; la doctrina clásica del poema como una operación de la inteligencia fue enunciada por un romántico, Poe, hacia 1846”; no creo, y tampoco Borges, que se trate de dos doctrinas (el genio es sin duda una inteligencia), pero seguramente él no tomaría el desvío que yo tomo, por el que se llega a la segunda mediante un análisis, tal vez un psicoanálisis de la primera, y se muestra, o demuestra, que tras la furia, efectiva o fingida, del poeta se esconde la elaboración, no siempre paciente, de una inteligencia, y todavía más: de una inteligencia personal e intransferible, aunque no del todo ni en lo esencial deliberada, por lo que desde el punto de vista de la voluntad y la pasión conscientes se la puede llamar y se la ha llamado ‘imaginación impersonal’, pero sin duda el genio de cada uno es inconfundible con el de cualquier otro, y cuando se confunde suele connotar falta de genio. Los clásicos, para seguir usando esa terminología equívoca, hablaban también de intermediarios entre el plano divino de la Musa o del Espíritu y el de los meros hombres; entre los más famosos de tales mediadores, no siempre benévolos, puede contarse el ‘daimon’ que aconsejaba a Sócrates y el ‘genio’ que habitaba la lámpara de Aladino, los ángeles, que no en vano se llaman así, y los demonios, una especie pervertida de ángeles; en lo que sigue, pese a lo que pueda significar como falta de distinción, disimularé las diferencias y los consideraré en lo que tienen de común, tanto las divinidades, por lo general apócrifas, como sus agentes, acaso meros impostores.

En el vocabulario clásico se pueden trazar tantas líneas estratégicas como finalidades se hayan perseguido mediante su uso. En primer lugar se destaca el gesto retórico para reforzar la autoridad del locutor: Homero, haya sido uno o muchos, es Homero para nosotros, para sus contemporáneos era probablemente uno entre varios rapsodas que competían para lograr la atención del auditorio y la victoria de sus cantos en un certamen que no excluía líneas religiosas y políticas; por lo tanto para ser aceptado no invocaba su prestigio, inexistente o ínfimo en sus primeras presentaciones, sino que apelaba a la Musa: “canta oh Musa, etc.”. El recurso se hizo ritual o formulario, y la calidad de la Musa se midió entonces, inevitable círculo, por la calidad de los poemas: un poema ‘inspirado’ era un poema memorable, un poema inolvidable, un poema a-lethés, un poema de verdad. En una tradición oral, donde no se puede medir la antigüedad de los recuerdos, el olvido es en efecto un tránsito definitivo al no ser y, la solución funciona; pero al incorporarse la escritura, el corpus, la papelera reciclable, se abre la puerta para el cuestionamiento de la memoria: se discute la identidad de verdad, justicia y memoria, antes tan firme, y se presentan los casos simétricos de grandes poemas y poetas ‘injustamente olvidados’ frente a poemas y poetas ‘injustamente recordados’. A poco andar se advirtió que hay pocas cosas más frágiles que un criterio para reconocer la poesía y su presunto valor; ya Heráclito y Gorgias y Platón lanzaron sus dardos contra Homero y su séquito, negando, discutiendo o excluyendo la visión homérica del mundo y de la sociedad. Despojada de su pátina divina, la poesía se redujo a fábula, a ‘suspensión momentánea de la incredulidad’ y, a lo sumo, se la valoró por su moraleja: el filósofo platónico, Symposium mediante, sería también el mejor autor de tragedias y comedias, al servicio de la construcción y defensa de la polis, sus héroes y dioses (si se agrega la ‘manía’ filosófica, el soplo daimónico en el oído de Sócrates, se podría figurar la recaída en el círculo retórico de Homero: Homero combatido con sus propias armas). Ahora bien, imagino que es posible ofrecer una descripción poco romántica de la doctrina del genio, pero que no la invalida, y con una terminología de índole wittgensteiniana trataré de decir, quizá de modo ex abrupto, que para la consideración de la poesía predominan los síntomas sobre los criterios.

En un cálculo predominan los criterios sobre los síntomas, pero estos no están del todo ausentes; por ejemplo, cuando una cuenta –sea del supermercado o de la librería- nos parece excesiva nos suele invadir una suerte de malestar, una sensación de que algo está mal, un síntoma que nos lleva a revisar los números, a aplicarles los criterios que nos enseñaron desde jóvenes, 2+2=4, etcétera, y a resolver si éramos nosotros los que habíamos calculado mal el monto de la compra o si se había deslizado un error en la registradora del comercio. El conflicto no puede prosperar más allá de eso. En poesía, por el contrario, ningún criterio es suficiente, y a veces no es necesario. Vladimir Nabokov habla de “experimentar ese cosquilleo en cualquier compartimiento del pensamiento o de la emoción” [2], Harold Bloom dice que el único método en crítica literaria es el yo[3], Borges señala lo superfluo de las reglas de composición: “no hay un escritor métrico, por casual y nulo que sea, que no haya cincelado (el verbo suele figurar en su conversación) su soneto perfecto, monumento minúsculo que custodia su posible inmortalidad…Se trata de un soneto, sin ripios, generalmente, pero que es un ripio todo él: es decir, un residuo, una inutilidad.”[4] En suma lo primordial es el síntoma, el sujeto del síntoma, y un poema fracasa como tal si a pesar de cumplir rigurosamente con determinado criterio no produce ningún síntoma.

Los síntomas son equívocos, la ‘locura del poeta’, si hay algo así, no es mera locura y tengo para mí que hay pocas cosas menos poéticas que la locura, y en general los textos producidos por pacientes psiquiátricos no merecen el nombre de poemas, y su importancia se reduce a su utilidad terapéutica. Por lo demás, el hecho de que determinadas obras enloquezcan a determinados sujetos, por ejemplo las novelas de caballería a don Alonso Quijano, no convierte a todas esas obras en meritorias, como ya lo sabía Cervantes, que da cuenta de ello en el “donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería del ingenioso hidalgo” y por el que sólo unas pocas se salvaron del fuego; a lo sumo esto indica que algunas personas harían bien en apartarse de algunos libros, o de algunas películas o de algunas telenovelas. Don Quijote no distinguía entre ‘buenas’ y ‘malas’ novelas y, lo que es más importante, no sabía que no distinguía: los que sabían distinguir, con ayuda del ‘genio’ de Cervantes, eran el cura y el barbero. Aunque no haya criterios, el síntoma sólo no es suficiente, hace falta experiencia en un tipo de síntomas y también saber, tener consciencia, de que se es experto en esa sintomatología, aunque eventualmente no se puedan dar razones en apoyo de esa pericia. Basta leer unos pocos versos y ya está: son extraordinarios, son una porquería, tendría que leerlos de nuevo, etcétera. Esto es: el genio, o la musa, del lector, es una cuestión de confianza, en primer lugar de confianza en sí mismo, con cierta habilidad para extender esa confianza hacia otros, tanto para que confíen en nuestras lecturas como para confiar en su calidad de lectores, por lo cual me permito traer a cuento algunas observaciones de Robert Brandom sobre aciertos y errores del fiabilismo:

En realidad, no hay nada incomprensible en tener creencias para las que no podamos dar razones. La fe –entendida en sentido amplio como la adquisición de compromisos sin que se reclame tener las correspondientes habilitaciones-, no es seguramente un concepto incoherente (Ni es en modo alguno competencia exclusiva de la religión). Y si las convicciones del creyente no sólo resultaran ciertas, sino que también fuera el resultado de procesos fiables de formación de creencias (aunque sin él saberlo), no veo por qué no habrían de considerarse como constitutivas de conocimiento…El conocimiento que se basa en la fiabilidad sin que el sujeto tenga razones para él resulta posible como fenómeno local, pero no como fenómeno global[5].

Entiendo esta ‘localidad’ sin embargo como primordial: el síntoma como anterior al criterio, lo que resulta obvio en la historia y quizás no tan obvio en la biografía y mucho menos en epistemología y lógica. Aprendemos a usar las palabras (a conocer sus causas y sus efectos) mucho antes de ser capaces de dar cuenta de su significado (de tener una razón o criterio), lo que rara vez suele ocurrir y cuando ocurre es insuficiente para describir los fenómenos lingüísticos. En el mundo de los conocimientos regulados, aquellos que han seguido el seguro camino de la ciencia o alguna otra forma de constitución disciplinaria, prima sin embargo la valoración de los criterios: se dan razones para dar razones, lo cual no carece de razón, pero tiende a olvidar que ciencia, episteme, es también ‘digno de confianza’, o más bien desplaza la confianza hacia las instituciones que respaldan los enunciados, lo cual favorece una atmósfera epistemológicamente conservadora. Es hora pues de resaltar otro papel que pudo desempeñar el ‘genio’ entre los clásicos’.

El genio, al menos el buen genio (eu-daimon), tendía a proteger la “cordura” del hombre y su felicidad, de la “locura” del poeta, en general, del ‘inspirado’ o si se quiere, no imputar al ‘yo’ (lo ‘consciente’) acciones, en lo principal acciones lingüísticas, ‘extrañas’ aunque no completamente sin sentido, en todo caso enigmáticas, legisladoras o transgresoras, imputables, nach unserer freudigen Mithologie, más bien a un Super Yo o un Ello subconscientes o inconscientes, caminos que de ser atribuidos al ‘yo’ lo conducirían, y muchas veces lo condujeron, al cielo o, con mayor frecuencia, al infierno. El ‘demonio’ de Sócrates no tendría sólo una función retórica, sino también terapéutica y jurídica, era en ese doble sentido una estrategia de defensa: el yo socrático podría haber callado o concedido, pero su ‘genio’ no se lo permitía, el yo podría haber aceptado sin remilgos el título de más sabio de los hombres, pero el genio lo tomaba en la medida que era un saber que no sabía. La manera de actuar de ese genio, por otra parte, era bastante gráfica: consistía, precisamente, en anteponer los síntomas a los criterios: Sócrates pedía definiciones (criterios) para conocer o reconocer el significado de una palabra y luego conducía el diálogo hasta un uso de las palabras que no era congruente con las definiciones que se habían ofrecido de su significado; como estrategia jurídica es sabido que fracasó, pero no su retórica: sirve para mostrar que hay elocuciones ininteligibles en su literalidad o en sus varias literalidades, no sólo tropos o ‘metáforas’ de caprichosa invención, sino palabras comunes para las que no hay reglas de elaboración ni de interpretación, esto es, de las cuales no se pueden dar razones o se dan razones equívocas o equivocadas, pero que sin embargo ‘funcionan’ en los más diversos ámbitos de intercambio lingüístico mediante expansiones o contracciones o saltos o inversiones o perversiones, etcétera, completamente imprevisibles, de su sentido[6]. Incluso hay casos propios, como las metáforas en la concepción de Davidson, donde las palabras se miden por el efecto (síntoma) que produce antes que por el significado o sentido (criterio) que se les atribuye, aunque este también actúe.

No quiero decir que no hay criterios o que los criterios no son importantes; los hay y lo son, tanto en el cálculo como en esos ámbitos que pueden asimilarse a la ‘ciencia normal’ de Kuhn o al arte de escuela, pero son poco menos que nulos para juzgar ‘cambios de paradigma’ (lo que se suele llamar inconmensurabilidad) o para reconocer un (nuevo) valor. La poesía es, según se muestra, el ejemplo más recalcitrante de esta limitación y es también un modelo para apreciar los procedimientos fiabilistas, que no deben tomarse como infalibilistas, pero en los cuales el error o el fallo no es mérito suficiente para la refutación o el descrédito. En primer lugar está el requerimiento de la adquisición de la habilidad por medios del entrenamiento adecuado; por ejemplo, quien ha aprendido a reconocer el color verde puede en ciertas condiciones enseñar a otros a hacer lo mismo, aunque nunca pueda decir qué es el verde; este paso lo ocupa en nuestro caso la formación del lector, su iniciación en una tradición, su confianza (o falta de confianza) en quién o quiénes le enseñaron, seguramente de manera informal al principio, algunos usos de la palabra ‘poesía’ y las reacciones que se esperaban de él ante los fenómenos llamados poéticos aunque nunca le proporcionaran un criterio seguro, sea una definición o una descripción, para responder a la pregunta ¿Qué es poesía? Hasta que fue considerado hábil o, lo que es más importante, se consideró a sí mismo hábil para enseñar a otros qué es, para bien o para mal, poesía. En tercer lugar, el examen de casos dudosos, sea porque hasta ahora hayan permanecido en otros ámbitos de la actividad humana o porque se produzcan en circunstancias extraordinarias o representen una novedad insólita, ha de requerir capacidad de argumentación y razonamiento para relacionar el fenómeno anómalo con sus ancestros o con sus descendientes (aunque esta en ocasiones pueda faltar, sobre todo en los momentos iniciales de un reconocimiento). Y, por último, la insuficiencia de las instituciones formales y los cánones para sostener una tradición, que, dicho sea en términos kantianos, se queda sin intuiciones, se vacía, cuando el predominio de los conceptos, o de un concepto, es excesivo y exclusivo, por lo que su continuidad requiere junto con administradores aptos para conservar los criterios tradicionales, personajes contestatarios que interrumpan en cada caso los sueños dogmáticos y produzcan una crisis innovadora o, quizás menos espectacular pero más duradero, permitan una saludable renovación.

Dado que uno, aunque carezca de títulos, puede reconocerse como heredero de una tradición (o de varias) por el uso que hace de la misma, está en condiciones de reclamarlos por el principio de usucapión, y dado que otro, aunque posea los títulos, pueda no tener capacidad para el uso, se muestra la vigencia del aforismo de Goethe: “lo que heredamos de nuestros padres, tenemos que conquistarlo para poseerlo”. La conquista, en el caso de la poesía y sus análogos (y sólo en la medida en que valgan las analogías) es un acto de lectura. Este acto no puede reducirse a mera sensibilidad (no puede atribuirse saber a un metal que se dilata con el calor) ni tampoco al cumplimiento rutinario de un precepto. De ahí que parezca no haber otro remedio que confiar en el ‘genio’ del lector, sobre todo de aquel que tiene la fuerza para transformar la tradición, el que, según Bloom, proporciona la necesaria ‘mala lectura’ o de aquel otro, puesto por Borges en el lugar del gran autor que “crea sus precursores”.

Daniel Vera,

Córdoba 2007.



[1] Borges, Jorge Luis, Obras Completas, Emecé, 1993, tomo III, p.77.

[2] Nabokov, V., Lecciones de Literatura, Emecé, Buenos Aires 1984 (trad. por F. Torres Oliver de Lectures on literature, 1980), p.538.

[3] Bloom, Harold, El canon occidental, Anagrama, Barcelona 1995 (trad. por Damián Alou de The western canon. The books and the school of the ages, 1994), p. 33.

[4] Borges, J.L., La supersticiosa ética del lector, en Discusión (1932), Obras Completa, Emecé, 1993,tomo I, p. 203.

[5] Brandom, Robert, La articulación de las razones, Siglo XXI de España, Madrid 2002 (trad. por Eduardo Bustos y Eulalia Pérez Sedeño de Articulating reasons, Harvard, 2000), p.132.

[6] Cfr. Wittgenstein, L., Los cuadernos azul y marrón, Tecnos, Madrid, l993, (trad. de F. Gracia Guillén p. 42 “Cuando la cadena de razones ha llegado al límite y se hace todavía la pregunta ‘¿por qué?’ se tiene inclinación de dar una causa en lugar de una razón”.

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