A
qué se llama correr
Cabe sospechar que en
el correr (como en el hablar y tal vez en el pensar) está todo a la vista; no
hay nada oculto. Pero hay que mirar, para distinguir y para asociar, y escuchar,
prestar oídos, por si algún otro nos dice algo que a nosotros se nos ha pasado
por alto: esto es importante, porque si por ahí podemos contemplar nuestros
pensamientos y atender a nuestras palabras y nuestras imaginaciones, no nos
podemos ver corriendo, la visión de nuestra carrera depende siempre de un
observador externo, de un ojo ajeno: el que corre no se ve correr. No creo que
haya un lenguaje del cual pueda derivarse todo lo que se llama hablar ni que haya
un pensar que sea suma o esencia de las múltiples actividades a las que
conviene el nombre de pensamiento, y del mismo modo, veo que correr es una
multiplicidad de gestos y de intenciones que no puedo resumir en un concepto, y
ni siquiera en dos, aunque puedo en trazos gruesos separar el correr de quien
lo hace en busca salud, del de quien busca salud para correr. Se pueden
describir con mayor o menor detalle diversos movimientos a la los que se llama
correr y enunciar algunas intenciones, pero difícilmente se pueda dar un inventario
completo de los mismos; eso sin considerar todavía el uso metafórico de la
palabra y sus derivados, a los que sin duda hay que dar algún lugar, ya que de
una manera u otra lo cierto es que
estamos en carrera mientras no se diga de nosotros y sin nosotros que no
corremos más. También está el correr por correr, ni por esto ni por aquello, el
aspecto puramente estético –estésico, sensible-, la percepción infantil, casi
siempre placentera y nunca o casi nunca con un fin determinado, el simple y
alegre correr por correr. Los padres, los maestros y los médicos podrán aturdir
enumerando los beneficios, los peligros y los perjuicios de correr, pero
ninguno de sus comentarios toca siquiera de refilón los ágiles movimientos de
la criatura que se desplaza sin ton ni son de un lugar a otro en busca de esa
primigenia sensación.
Hablar, adquirir el correlato perceptible a
simple vista (o mero oído) del pensamiento, quizás su mayor estímulo o su
género más notorio, es una tarea social, un aspecto de la educación. Los
legendarios “niños del bosque” ( salvo Tarzán, que tuvo el privilegio de ser
una ficción) y Kaspar Hauser no
desarrollaron lenguaje hasta no encontrarse con otros humanos. Y algo más:
también debieron aprender a caminar, a tornarse eficientes bípedos implumes,
según el pedagógico ejemplo de sus semejantes. Ergo, aprendemos a correr,
correr forma parte de nuestra crianza, de nuestra educación. Los biomecánicos
hablan de un obstáculo de diseño: la infraestructura humana no está hecha para
andar sobre su par de extremidades posteriores: se trata de una adaptación
evolutiva, que trajo algunas ventajas, como dejar las manos libres, para
saludar o para tirar piedras. Y pese al paso de los siglos no se desarrolla sin
ejercicio. La universalidad del correr es una universalidad adquirida, no
compulsiva: tenemos la capacidad, pero no la necesidad; por eso, tal vez, nos
encontramos con una insólita variedad de maneras de correr y cada una remata, se
expresa, en un estilo personal. Es posible que el estilo se tenga por defecto,
pero cualquiera sea, siempre es posible perfeccionarlo. La educación, el
aprendizaje, es permanente. Correr, al igual que hablar, es síntoma y signo de vida. Y tiene el carácter
de una invitación, solicita compañía, y acaso compañía solícita.
Para
el público de nuestros días, las
carreras por antonomasia son los 100 metros llanos y el maratón, los 42,195
km.. Cuando comencé a interesarme por el atletismo la situación era similar,
aunque tal vez no los motivos. En los 100 metros llanos descollaba Armin Hary,
un alemán que había irrumpido como el primer hombre en correr los 100 metros en
10 segundos en Zurich el 21 de junio de 1960
y fue el favorito ganador de la prueba en las Olimpíadas de Roma celebradas en
septiembre de ese año; en el maratón mi interés en un comienzo fue acaso
puramente local, ya que nuestro comprovinciano Gumersindo Gómez fue representante
de Argentina en Roma, donde el etíope Abebe Bikila, descalzo, gano el oro y la
fama. ¡100 metros y 421,95 veces 100 metros! Se llama correr lo que se hace en
un caso y en otro: se nombra corredor tanto al jamaiquino Usain Bolt, 1,95 m.
de estatura y 94 kg. de peso que corrió 100 metros en 9,58 segundos, como al kenyano Dennis Kipruto Kimetto, 1,71m. y
55 kg que corrió el maratón en 2 horas 2
minutos y 57 segundos.. Y los dos tienen
derecho a ser llamados corredores y a llamar correr su actividad destacada: mi
intención es hacer notar que con las mismas palabras se denominan quehaceres
muy distintos y la preparación para cada uno de ellos es por demás diferente.
Sin embargo, no son los únicos, ni son los extremos; más allá del maratón los
ultramaratonistas cubren distancias cada vez mayores, 100 kilómetros, 100
millas, etc., etc., y más acá de los 100 metros hay pruebas de 50 o 60 metros,
y aún carreras informales más cortas, y aunque entre variantes próximas las
diferencias físicas no son (tan) notorias, son raros los casos en los que un
atleta destaca simultáneamente en más de dos pruebas afines; de ahí la
dificultad, por ejemplo, para pactar una carrera entre un corredor de 800
metros y otro especialista en 100 metros. Se pueden imaginar competencias más
cortas, 5 o 10 metros donde
probablemente se verían cuerpos más parecidos a los de los levantadores de
pesas, dada la explosividad requerida en su deporte, que a los de ningún
corredor.
No es fácil averiguar lo que uno hace cuando corre ni cuál es la
distancia recomendada para cada uno, incluso es difícil saber cuánto hay de
‘natural’ y cuánto de ‘cultural’ en la conformación de un cuerpo: se puede
decir, quizás, que se trata de factores epigenéticos, inducidos por la
geografía, las costumbres, la educación y el estrato social. La proporción
entre tipos de fibras musculares dice ser decisiva: el hombre que corre
distancias cortas necesita ‘fibras rápidas’, amén de otras llamadas
‘explosivas’, todas ellas consumidoras de glucógeno en esfuerzos
predominantemente anaeróbicos, mientras que el buscador de mayores distancias
utiliza en mayor grado ‘fibras lentas’, alimentadas por la combustión de las
grasas en esfuerzos principalmente aeróbicos. Aquel ‘toma aire’ antes y después
de la carrera hasta un noventa por ciento o más de su consumo, su frecuencia
cardíaca aumenta una vez finalizado el sprint; este repone el setenta por
ciento o más del oxígeno mientras desarrolla su actividad, y si acaso su pulso
se torna más rápido luego de alcanzar la meta es porque ha finalizado con una
aceleración en los últimos metros. En esto parece haber un condicionamiento
genético, pero se puede discutir, pues también se han observado o postulado
‘fibras neutras’ oportunistas que se transforman en estas o en aquellas según
las exigencias del entrenamiento; o de la vida.
Daniel Vera,
Córdoba, 2015.
(Publicado en septiembre de 2015 en el número 57
de la revista Deodoro de la Universidad Nacional de Córdoba)